MESA PARA DOS


Un día te vi.

Hablando con tus amigas en el bar.
Supuse que eras feliz
porque cada vez que yo te miraba
una sonrisa salía de tu cara
y siempre te echabas a reír.
Luego volví a pasar
por el mismo bar de entonces.
Y allí estabas sentada,
sola y callada, esperando quizás
a alguien… o quizás, nada.
A mis amigos les dije
si te conocían. Ninguno se había fijado
ni si eras de aquí, nadie sabía.
Y me acerqué a preguntarte…
Hola, ¿se puede uno sentar?
Será por sillas, jaja.
¿Cómo te llamas?
¿Porqué?
Diosss, para saber con quien hablo y poderte conocer.
Y a tí qué te importa,
¿no te puedes sentar, estar callado, y mirarnos a la vez?
Si si, perdón. Ya me callo.
Y nos quedamos mirando.
Yo fijamente, ella de medio lado.
De vez en cuando algo bebíamos
y de vez en cuando,
ella resoplaba, y yo suspirando,
sin dejar de mirarla,
soñaba que la tomaba las manos
y la boca la besaba.
Que nos moríamos por decir algo,
por soltar una palabra,
por romper ese hielo
frío como el invierno
y lo convertíamos en verano.
Mis amigos se reían.
Mírales, no dicen nada.
Parecen dos maniquíes
callados como dos estatuas.
Un día, dejé de ir
a ese bar donde tu ibas.
El mismo donde tu estabas.
Y me han dicho que te sientas sola
en la mesa junto a la ventana
y que escribes en un papel
LA OTRA SILLA ESTÁ OCUPADA.



COMUNERO